En el año 1854 el jefe indio Noah Sealth respondió de una forma muy especial a la propuesta del presidente Franklin Pierce para crear una reserva india y acabar con los enfrentamientos entre indios y blancos. Suponía el despojo de las tierras indias. En el año 1855 se firmó el tratado de Point Elliot, con el que se consumaba el despojo de las tierras a los nativos indios. Noah Sealth, con su respuesta al presidente, creó el primer manifiesto en defensa del medio ambiente y la naturaleza que ha perdurado en el tiempo. El jefe indio murió el 7 de junio de 1866 a la edad de 80 años. Su memoria ha quedado en el tiempo y sus palabras continúan vigentes.


«¿Como se puede comprar o vender el firmamento, ni aun el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida.

Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿Como podran ustedes comprarlos?

Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocio en los bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto, es sagrada a la memoria y el pasado de mi pueblo. La savia que circula por las venas de los arboles lleva consigo las memorias de los pieles rojas.

Los muertos del hombre blanco olvidan su pais de origen cuando emprenden sus paseos entre las estrellas, en cambio nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos parte de la tierra y asimismo ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran aguila; estos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los humedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.
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Por todo ello, cuando el Gran Jefe de Washington nos envia el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, nos esta pidiendo demasiado. Tambien el Gran Jefe nos dice que nos reservara un lugar en el que podemos vivir confortablemente entre nosotros. El se convertira en nuestro padre, y nosotros en sus hijos. Por ello consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Ello no es facil, ya que esta tierra es sagrada para nosotros.

El agua cristalina que corre por los rios y arroyuelos no es solamente agua, sino que tambien representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos tierras, deben recordar que es sagrada, y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que cada reflejo fantasmagorico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.

Llos rios son nuestros hermanos y sacian nuestra sed; son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que los rios son nuestros hermanos y tambien los suyos, y por lo tanto, deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. El no sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemiga y una vez conquistada sigue su camino, dejando atras la tumba de sus padres sin importarle. Le secuestra la tierra de sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres, como el patrimonio de sus hijos son olvidados.Trata a su madre, la Tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devorara la tierra dejando atras solo un desierto. No se, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena la vista del piel roja. Pero quizás sea porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada.

No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar como se abren las hojas de los arboles en primavera o como aletean los insectos.Pero quizá también esto debe ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido parece insultar nuestros oídos. Y, después de todo, ¿Para que sirve la vida, si el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de un estanque?

Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de pinos. El aire tiene un valor inestimable para el piel roja, ya que todos los seres comparten un mismo aliento – la bestia, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire.

El hombre blanco no parece consciente del aire que respira; como un moribundo que agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire no es inestimable, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas. Por ello consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré una condición: El hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos.

Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo como una maquina humeante puede importar mas que el búfalo al que nosotros matamos solo para sobrevivir.

¿Que seria del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre tambien moriria de una gran soledad espiritual; Porque lo que le sucede a los animales tambien le sucedera al hombre. Todo va enlazado.

Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos.Inculquen a sus hijos que la tierra esta enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a los nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra le ocurriría a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a si mismos.

Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos. Todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado.

Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. El hombre no tejió la trama de la vida; el es solo un hilo. Lo que hace con la trama se lo hace a si mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con el de amigo a amigo, queda exento del destino común.

Después de todo, quizás seamos hermanos. Ya veremos. Sabemos una cosa que quizá el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que El les pertenece lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan; pero no es así. El es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para El y si se daña se provocaría la ira del creador. También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. Contaminan sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios residuos. Pero ustedes caminaran hacia su destrucción, rodeados de gloria, inspirados por la fuerza de Dios que los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por que se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables parlantes.

¿Donde esta el matorral? Destruido.

¿Donde esta el águila? Desapareció.

Termina la vida y empieza la supervivencia.»

The speech of Noah Sealth, anglicized as Chief Seattle, was delivered in Seattle in the autumn of 1854 in response to an address by Isaac Ingalls Stevens, Governor of Washington Territory and the Commissioner of Indian Affairs.

Yonder sky that has wept tears of compassion upon our fathers for centuries untold, and which to us looks eternal, may change. Today it is fair, tomorrow it may be overcast with clouds.

My words are like the stars that never set. What Seattle says the Great Chief at Washington can rely upon with as much certainty as our paleface brothers can rely upon the return of the seasons. > The son of the White Chief says his father sends us greetings of friendship and good will. This is kind of him, for we know he has little need of our friendship in return because his people are many. They are like the grass that covers the vast prairies, while by people are few; they resemble the scattering trees of a storm-swept plain.

The Great – and I presume – good White Chief, sends us word that he wants to buy our lands but is willing to allow us to reserve enough to live on comfortably. This indeed appears generous, for the Red Man no longer has rights that he need respect, and the offer may be wise, also, for we are no longer in need of a great country. > There was a time when our people covered the whole land as the waves of a wind-ruffled sea covers its shell-paved floor, but that time has long since passed away with the greatness of tribes now almost forgotten. I will not dwell on nor mourn over our untimely decay, nor reproach my paleface brothers with hastening it, for we, too may have been somewhat to blame.

Youth is impulsive. When our young men grow angry at some real or imaginary wrong, and disfigure their faces with black paint, their hearts also are disfigured and turn black, and then they are often cruel and relentless and know no bounds, and our old men are unable to restrain them.

Thus it has ever been. Thus it was when the white man first began to push our fore-fathers westward. But let us hope that the hostilities between the Red Man and his paleface brother may never return. We would have everything to lose and nothing to gain.

It is true that revenge by young braves is considered gain, even at the cost of their own lives, but old men who stay at home in times of war, and mothers who have sons to lose, know better.

Our good father at Washington – for I presume he is now our father as well as yours, since King George has moved his boundaries farther north – our great and good father, I say, sends us word that if we do as he desires he will protect us.

His brave warriors will be to us a bristling wall of strength, and his great ships of war will fill our harbors so that our ancient enemies far to the northward – the Sinsiams, Hydas and Tsimpsians – will no longer frighten our women and old men. Then will he be our father and we his children.

But can that ever be? Your God is not our God! Your God loves your people and hates mine! He folds His strong arms lovingly around the white man and leads him as a father leads his infant son – but He has forsaken His red children, if they are really His. Our God, the Great Spirit, seems, also to have forsaken us. Your God makes your people wax strong every day – soon they will fill all the land.

My people are ebbing away like a fast-receding tide that will never flow again. The white man’s God cannot love His red children or He would protect them. We seem to be orphans who can look nowhere for help.

How, then, can we become brothers? How can your God become our God and renew our prosperity and awaken in us dreams of returning greatness?

Your God seems to us to be partial. He came to the white man. We never saw Him, never heard His voice. He gave the white man laws, but had no word for His red children whose teeming millions once filled this vast continent as the stars fill the firmament. > No. We are two distinct races, and must ever remain so, with separate origins and separate destinies. There is little in common between us. > To us the ashes of our ancestors are sacred and their final resting place is hallowed ground, while you wander far from the grave of your ancestors and, seemingly, without regret.

Your religion was written on tablets of stone by the iron finger of an angry God, lest you might forget it. The Red Man could never comprehend nor remember it.

Our religion is the traditions of our ancestors – the dreams of our old men, given to them in the solemn hours of night by the Great Spirit, and the visions of our Sachems, and is written in the hearts of our people.

Your dead cease to love you and the land of their nativity as soon as they pass the ports of the tomb – they wander far away beyond the stars, are soon forgotten and never return.

Our dead never forget this beautiful world that gave them being. They still love its winding rivers, its great mountains and its sequestered vales, and they ever yearn in tenderest affection over the lonely-hearted living, and often return to visit, guide and comfort them. > Day and night cannot dwell together. The Red Man has ever fled the approach of the white man, as the changing mist on the mountain side flees before the blazing sun.

However, your proposition seems a just one, and I think that my people will accept it and will retire to the reservation you offer them. Then we will dwell apart in peace, for the words of the Great White Chief seem to be the voice of Nature speaking to my people out of the thick darkness, that is fast gathering around them like a dense fog floating inward from a midnight sea.

It matters little where we pass the remnant of our days. They are not many. The Indian’s night promises to be dark. No bright star hovers beyond the horizon. Sad-voiced winds moan in the distance. Some > grim Fate of our race is on the Red Man’s trail, and wherever he goes he will still hear the sure approaching footsteps of his fell destroyer and prepare to stolidly meet his doom, as does the wounded doe that hears the approaching footsteps of the hunter.

A few more moons, a few more winters – and not one of all the mighty hosts that once filled this broad land and that now roam in fragmentary bands through these vast solitudes or lived in happy homes, protected by the Great Spirit, will remain to weep over the graves of the people once as powerful and as hopeful as your own!

But why should I repine? Why should I murmur at the fate of my people? Tribes are made up of individuals and are no better than they. Men come and go like the waves of the sea. A tear, a tamanamus, a dirge and they are gone from our longing eyes forever. It is the order of Nature. Even the white man, whose God walked and talked with him as friend to friend, is not exempt from the common destiny. We may be brothers, after all.

We will see.

We will ponder you proposition, and when we decide we will tell you. But should we accept it, I here and now make this the first condition – that we will not be denied the privilege, without molestation, of visiting at will the graves of our ancestors, friends and children.

Every part of this country is sacred to my people. Every hillside, every valley, every plain and grove has been hallowed by some fond memory or some sad experience of my tribe. Even the rocks, which seem to lie dumb as they swelter in the sun along the silent sea shore in solemn grandeur thrill with memories of past events connected with the lives of my people.

The very dust under your feet responds more lovingly to our footsteps than to yours, because it is the ashes of our ancestors, and our bare feet are conscious of the sympathetic touch, for the soil is rich with the life of our kindred.

The noble braves, fond mothers, glad happy-hearted maidens, and even the little children, who lived and rejoiced here for a brief season, and whose very names are now forgotten, still love these sombre solitudes and their deep fastnesses which, at eventide, grow shadowy with the presence of dusky spirits.

And when the last Red Man shall have perished from the earth and his memory among the white men shall have become a myth, these shores will swarm with the invisible dead of my tribe; and when your children’s children shall think themselves alone in the fields, the store, the shop, upon the highway, or in the silence of the pathless woods, they will not be alone. In all the earth there is no place dedicated to solitude.

At night, when the streets of your cities and villages will be silent and you think them deserted, they will throng with the returning hosts that once filled and still love this beautiful land.

The white man will never be alone. Let him be just and deal kindly with my people, for the dead are not powerless.